Man on the Moon

Rafael Collado García (Albacete, 1/7/1969).

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Después de conocer Machu Picchu y quedar cautivado por las maravillosas ruinas de la ciudadela inca, el joven argentino Ernesto Guevara de la Serna se preguntaba en las páginas de su diario: “¿Cómo es posible que sienta nostalgia por un mundo que no conocí?” Corría el año 1952 y aquel estudiante de Medicina, galopando en su motocicleta por las entrañas de América, ignoraba lo verdadera-mente importante. A nueve mil kilómetros de allí, una pequeña capital de provincia española sufría y apuraba los últimos meses del más terrible castigo al que se puede someter a un pueblo: privarlo durante una temporada entera de competición liguera, sea en la categoría que sea.

Cada vez que echo la vista atrás (más atrás de los límites de mi memoria), me asalta el rumor de la voz escrita del Che. ¿Cómo es posible que sienta nostalgia por un mundo que no conocí? El fantasma del Queso Mecánico planea amenazador sobre las cabezas de quienes, por imperativo del tiempo y la naturaleza, jamás estuvimos allí, jamás gritamos extasiados un solo gol de Antonio ni fuimos levantados de ningún asiento de las viejas gradas por un cañonazo del uruguayo inmortal, ni sentimos nunca diluirse nuestro aliento en el cántico coral del Belmonte, en esa única voz que clamaba desafiante al cielo que aquí no pasa nada, que tenemos a Conejo. Ahora dime, Ernesto: ¿cómo no va a ser posible sentir nostalgia de un mundo que no conocimos cuando ese mundo se ha transfigurado en mito, en el mito fundante de la modernidad de tu equipo de fútbol y de la ciudad a la que abandera? Quienes sí estuvieron allí cargan también con su parte del peso del mito: ellos, con el defecto comparativo hacia todo lo que vino después; nosotros con la angustia existencial de que, con demasiada probabilidad, lo mejor que vivamos nunca será comparable a lo mejor que vivieron nuestros mayores.

Las cargas son menos pesadas cuando son compartidas. Dijo Escher, el de los dibujos increíbles, que dos habitantes de mundos distintos no pueden andar sobre el mismo suelo, estar sentados o de pie, ya que no conocen las ideas que tienen de lo que es horizontal o vertical, y ciertamente puede que los habitantes de aquel mundo mitificado y los que vagamos por este páramo presente nunca lleguemos a tener concepciones equivalentes de lo horizontal y lo vertical, del fútbol bueno y del fútbol mezquino, de la felicidad y del sufrimiento. Pero Escher se equivocaba. Los mundos, las ciudades, los clubes no son unidades estáticas. Todos somos habitantes de mundos pasados y de mundos presentes. El Albacete del bar Monterrey y el merendero Los Álamos y el Albacete de VIPS y Burger King; el de la bota de vino y el del frapuccino, el del quesico frito y el del tataki de atún. El Albacete de la estación de ladrillo y cristales de colores y el Albacete de Vialia y el AVE. El Albacete de Legorburo y el de los repartidores de Amazon, el de las peleterías familiares y el de El Corte Inglés. El campo del parque y el Carlos Belmonte recién pintado, el Albacete de Coco, el Albacete de Pablo Ibáñez, el Albacete de Álvaro García. El Albacete de Tercera y de Regional, el Albacete de los Banderolos y el de Skyline, el Albacete que casi hizo temblar Europa. Las ciudades y sus hijos viven con nosotros y viven en nosotros, palpitan en nuestro flujo sanguíneo. Todo fluye, nada permanece, ni siquiera nuestra presencia, ni siquiera las piedras y sus cimientos. En comunidad compensamos nuestras carencias, rellenamos nuestros huecos, construimos memoria. No, Escher, estabas equivocado. Dibujar se te daba mejor.

Ahora dime, Ernesto: ¿cómo no sentir nostalgia de algo que no viviste pero que puedes re-producir con los ojos cerrados y el corazón en las manos, a fuerza de tantas historias que leíste, de tantas veces que mil viejos diferentes te las contaron, de tanto escuchar cada dos semanas, en el silencio de nuestras butacas del Carlos Belmonte, los ecos de aquellos goles, de aquellos cánticos, de aquella felicidad y aquella gloria primeriza, salvaje, incomparable?

El 21 de noviembre de 1992, cuatro décadas después de la confesión de aquel argentino a su diario y dos después de que el último ser humano pisara la superficie de la Luna hasta la fecha, Warner lanzó al mercado el segundo sencillo del álbum “Automatic for the people” de la banda R.E.M., titulado “Man on the Moon”. Al día siguiente, en Mestalla, a los 33 minutos del Valencia-Albacete Balompié, Rafael Collado ‘Coco’ era expulsado del partido por roja directa.

Coco nació días antes del lanzamiento del Apolo 11. Probablemente nunca sepamos si el 20 de julio de 1969 Neil Armstrong puso o no un pie sobre la Luna. Pero siempre sabremos que el niño que había nacido días antes sí que voló, al cabo de dos décadas y junto a una generación maravillosa de futbolistas, desde las profundidades hasta un lugar que los suyos jamás creyeron que llegarían a conocer. Lo cantaba Michael Stipe en las radiofórmulas aquel otoño del 92: if you believed there’s nothing up his sleeve, then nothing is cool. Nada nos empujaría a continuar si, en el fondo de nuestro ser, no albergásemos un mínimo rayito de fe en que el fútbol todavía nos reserva un último as bajo su manga, un último día de gloria, un último ascenso a Primera. O, al menos, un último chico de la ciudad que llega al primer equipo y queda grabado para siempre en la memoria de su grada. Un último paisano que convierta en realidad ese sueño que todos los niños de los Albacetes pasados hemos soñado tantas veces, y que seguiremos soñando eternamente.

 

*Artículo publicado originalmente en ¡Aúpa Alba! el 14 de agosto de 2018.

Hijo póstumo

Xavier Escaich Ferrer (Barcelona, 6/9/1968).

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Se dice que lo más difícil en esta vida es saber cuándo has tocado fondo, porque (casi) siempre es posible caer un poco más bajo, pero más difícil todavía es lo contrario: darse cuenta de cuándo has alcanzado la cima de tu existencia, por eso quienes logran escapar a esta norma viven en paz el resto de sus días, entregados al goce de una decadencia tan inevitable como feliz, por eso Joan Capdevila se dio el lujo de salir en directo ante las cámaras con un cubo en la cabeza durante la noche del 11 al 12 de julio de 2010. A Joan Capdevila esa certeza se le presentó con demasiada facilidad pero a la mayoría de los mortales, mucho menos afortunados, la búsqueda de esa misma certeza les lleva, en ocasiones, toda la vida, con la frustración, agotamiento y tristeza que ello conlleva.

Cruyff fue lo que fue porque combinaba como pocos los dos ingredientes más imprescindibles para triunfar: saber mucho de lo suyo y no tener piedad de nadie. En julio de 1995 Johan no tenía aún del todo claro mandar a paseo a Xavier Escaich, último mono de su delantera, y tras la salida de Stoichkov se lo llevó al stage culé en Holanda. En el primer amistoso de pretemporada, que acabó con un ajustado 0-18 al SV Epe, Escaich marcó 6 goles en 45 minutos. Sin embargo, Cruyff no dio pie a que se consumara la enésima historia rockybalboesca de jugador humilde que, después de mucho comer mierda, logra una oportunidad, asombra a su arrogante y escéptico entrenador e inicia su escalada al Olimpo, porque Johan –siempre tan inteligente y siempre tan hijo de puta– supo interpretar aquello como lo que realmente era: la señal inequívoca de que el chaval acababa de tocar techo en el fútbol y después de esa tarde ya sería imposible que pudiera aportar absoluta-mente nada mejor al Barça. Escaich marcó 6 goles y, en efecto, terminó de convencer a su entrenador, aunque fuese para darle la patada.

Escaich aún debió tardar mucho tiempo hasta que aceptó lo que Cruyff había detectado al instante. A los 19 años y jugando en 2ªB con el Nàstic, endosó un repóquer de goles a la UD Fraga, y aún voló más alto. A los 25, ya en Primera, le hizo un póquer al Osasuna de Enrique Martín vistiendo la camiseta del Sporting, y aún voló más alto. Después de colar media docena al SV Epe ya sólo le quedaba encontrar un lugar donde menguar. Fichó por el Albacete Balompié.

Me gustaría poder decir que estuve presente el único día que se produjo verdadera comunión entre Xavier Escaich y la grada del Carlos Belmonte. Aquella tarde, los de Floro reaccionaron al tercer tanto del Salamanca con un arreón pasional sobre Gol Sur en los últimos minutos que casi alumbró el 1-4 (como, por lógica albacetista, debía ocurrir) pero que sorprendentemente desembocaría, primero, en el 2-3: Zalazar disparó, el balón rozó la bota de Escaich y acabó dentro. Cinco minutos después, un zaguero unionista erraba un despeje, quedando la pelota muerta en el área chica. Xavier la recogió y no falló ante Aizpurúa. Me gustaría poder decir que estuve allí, pero mentiría. Andaba ocupado naciendo unos pocos metros más al este, en el Hospital General. Todos hemos caído alguna vez en la tentación de construir un relato mítico de nuestro nacimiento. En el mío, el disparo de Escaich atraviesa la línea de cal minutos antes de las 7 de esa tarde, rodando suavemente hacia las redes, al mismo tiempo que mi cabeza asoma por entre las piernas de mi madre, recibiendo la primera luz, y el griterío del Belmonte corre por la Circunvalación y atraviesa los muros del paritorio confundiéndose con mi llanto en un mismo rugido poderoso y tribal, convirtiéndome a todos los efectos en hijo del gol de Escaich a la Unión Deportiva Salamanca.

Club de Fútbol Extremadura mediante, el Alba y Escaich abandonaron de la mano la máxima categoría. Constantemente quebrado o a punto de quebrarse, durante su segunda temporada Xavier fue casi un fantasma. En la sexta jornada, su último gol de blanco sirvió para salvar un punto en El Sadar en el debut de García Remón. Apenas jugaría unos pocos partidos más. En junio se marchó sin que nadie le llorase y regresó a 2ªB, donde fue acogido por el Real Murcia.

El 8 de febrero de 1998, Mundo Deportivo publicaba una entrevista al barcelonés en la que, además de incluir su último año en Albacete entre las peores épocas de su vida, exclamaba: “en el Murcia juego, marco goles y creo que aún puedo decir muchas cosas en esto del fútbol”. ¿Quieres hacer reír a Dios? Cuéntale tus planes. Tres semanas más tarde Escaich convirtió en Écija el que fue su último tanto y el 5 de abril, con 29 años, acabó su carrera como futbolista profesional. A falta de veinte minutos para el final del Murcia-Poli Almería, el catalán abandonó el terreno de juego de La Condomina, sustituido por José Luis Garzón. Ambos delanteros ya habían coincidido bajo la batuta de Floro en 1995. Garzón sólo llegó a jugar entonces un partido de Liga con el Albacete, en el Tartiere ovetense: salió a unos minutos del final, sustituyendo a Xavier Escaich. El fútbol, siempre hilando tan fino.

Hoy Escaich regenta una cadena de restaurantes. Antes montó un estudio de interiorismo, una consultora deportiva y una página web para vender balones online. Nadie podrá negar que posee un espíritu más emprendedor que goleador. Quizá me equivoque, pero sospecho que la mala fortuna nunca ha dejado de arrimarse a él en los negocios igual que se le arrimó en el fútbol, el negocio más desalmado de todos. A Escaich no lo enterró Cruyff, sino una lesión de tobillo mal curada que arrastró desde sus años dorados en el Espanyol. Al abrigo de la mala fortuna, el inefable Japón Sevilla –en el único partido liguero que arbitró en Albacete– anuló su gol al Real Madrid por una inexistente falta sobre Buyo. Al menos la mala fortuna tuvo el detalle de descansar cuando Xavier recogió la pelota muerta en el área y no falló ante Aizpurúa. Quisiera poder decir que vine al mundo en ese momento, pero mentiría. Nací horas más tarde, con el Belmonte ya desierto, el viejo Gol Sur callado, Val Kilmer en “La película de la semana” de La 1, el frío gobernando silencio-samente la ciudad en la noche de diciembre y un punto más en el famélico casillero del equipo que atraparía, años después y para siempre, al hijo de aquel gol de Escaich. Hijo póstumo, pero hijo, al fin y al cabo.

 

*Artículo publicado originalmente en ¡Aúpa Alba! el 7 de agosto de 2018.

No es otra estúpida película americana

Álvaro Arroyo Martínez (Madrid, 22/7/1988).

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Partiendo de la observación empírica de mi realidad cotidiana, hace tiempo que vengo sosteniendo una teoría: el 90% de los madrileños se llaman Álvaro y el 90% de los Álvaros del mundo son naturales de Madrid. He hecho algunos amigos por allá. El que más aprecio de todos no se llama Álvaro, pero su hermano es colega de toda la vida de un tipo que sí se llama así: es futbolista profesional, lateral derecho para más señas. Hace un par de años, después de una temporada en el dique seco, lo firmó un equipo recién descendido a Segunda B, que resultó ser el mío. Cuando me enteré, me gustó al instante. No porque ya le hubiese visto jugar y me pareciese correcto, no por ser colega del hermano de mi amigo, sino porque al llamarse Álvaro y ser madrileño mi teoría ganaba una nueva prueba de su fiabilidad. Pasiones más grandes han comenzado de maneras más estúpidas.

Si el amor fuese tan grimoso como pretenden en Hollywood, aseguraría que el destino se esperó para poner en mi vida un trasunto rapado de Óscar Montiel hasta que hube abandonado toda esperanza de volver a disfrutar de un lateral como el mallorquín, que vaya tela, por otra parte. Tengo clara la gravedad del asunto: Montiel fue el último gran capitán de un Albacete de Primera División y Arroyo aún está a tiempo de hacer la peor temporada que se le recuerde a un jugador de este club, acabar expulsado veinte veces tras ver en cada partido dos amarillas que conlleven dos penaltis en contra, hacer un corte de mangas a la grada tras anotar un gol inútil al San Sebastián de los Reyes en Copa y miccionar sobre algún recogepelotas. Aunque soy consciente de la posible blasfemia, no temo al Santo Oficio. Sé que estoy jugando con fuego, pero no me importa arder si es de su mano –otro cliché terrible inoculado desde California.

Y es que, visto que está de moda en Twitter que muchas chavalas publiquen fotografías sugerentes acompañadas de alguna leyenda del tipo “pídeme lo que quieras” a las que el personal contesta con chorradas de toda condición, yo siempre me he sentido tentado de participar en la tontuna colectiva pidiendo a alguna de esas chicas lo que verdaderamente más anhelo en esta vida: un lateral sobrio, con cara de pocos amigos pero buena gente, sin cosas raras en el pelo ni cuenta de Instagram, que no se ruborice a la hora de despejar un balón con toda la violencia que exija el lance y, lo más importante, que tenga nombre de lateral (“¿Álvaro Arroyo Martínez? No cabe duda: será lateral”, aseguró el currela del Registro Civil aquel verano del 88). Sin embargo, nunca he llegado a tuitearlo porque antes de darle al botón recuerdo que eso, a diferencia de todas las demás cosas que deseo, eso precisamente sí que lo tengo. Aprieta pero no ahoga, el viejo.

Se ha hablado mucho sobre futbolistas que parecen funcionarios y muy poco sobre funcionarios que parecen futbolistas, quizá porque son las mismas personas y resulta redundante. A Sumy alguno del Mora le vería un aire a Makélélé, lo sacó de la vendimia y lo puso a cortar balones, y de ahí hasta debutar en Segunda de la mano de Antonio Calderón. La vida. Arroyo debió salir un día de casa tan tranquilo, camino de su puesto en la oficina de alguna consejería de la Comunidad de Madrid, y atravesando una de las calles del barrio de Santa Eugenia alguien le vio pinta de lateral, lo engañó para entrar en la ciudad deportiva del Rayo Vallecano, que está por allí, y lo demás vino solo.

En una de sus columnas, Enrique Ballester viene a explicar que te acaba gustando según qué tipo de futbolista en función del futbolista que fuiste tú cuando jugabas. La columna es gloriosa, como todas, aunque en eso discrepo. Lo mínimo, pero discrepo. Yo era zurdo y, como no había otro en el equipo, me ponían en una banda: en la izquierda, claro. Huelga decir que ni con un panorama tan favorable logré ser titular indiscutible. Nunca soñé con ser Roberto Carlos. Ni siquiera Paco Peña me parecía alcanzable. Los laterales que me gustaban siempre eran diestros, como Óscar Montiel, porque ese es el sentido de la vida: llevarnos la contraria. Fui y soy terriblemente inconstante. Tuve y tengo barriga. Hace mucho prometía y hace mucho que nadie espera nada de mí. Este mundo no es otra estúpida película americana: quise ser Álvaro Arroyo, pero he sido Modesto Acosta.

 

*Artículo publicado originalmente en ¡Aúpa Alba! el 31 de julio de 2018.

Un país ingrato

Raúl Valbuena Cano (Madrid, 23/4/1975).

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Ingrato: desagradecido, que olvida o desconoce los beneficios recibidos. Desapacible, áspero, desagradable. Que no corresponde al trabajo que cuesta labrarlo, conservarlo o mejorarlo. La RAE tiene respuestas para todo. La portería es un país ingrato, muy ingrato.

Angustia: aflicción, congoja, ansiedad. Temor opresivo sin causa precisa. Aprieto, situación apurada. Sofoco, sensación de opresión en la región torácica o abdominal. Dolor o sufrimiento. Angustia pura, sin cortapisas ni analgésicos, a tumba abierta. Intento dar con la palabra exacta para definir a Raúl Valbuena y sólo puedo pensar en angustia, y no sé por qué, y no me gusta. No me gusta porque Valbuena me gustaba y tampoco supe nunca por qué. La vida es más sencilla de lo que nos empeñamos en creer. Unos días estás en el once y otros no. Punto. A veces las cosas suceden y ya está.

Valbuena jugó más de cien partidos con el Albacete y ganó dos títulos: encajar el primer  gol de Fernando Torres y encajar el primer gol de Messi. Las imágenes siempre estarán ahí para recordárselo, para recordárnoslo. Valbuena ganó una Copa del Rey y no fue con nosotros. Todos sus momentos felices se vistieron con la camiseta del Zaragoza, de donde venía siempre y a donde siempre se iba, como esos padres de familia huidizos e intermitentes que tienen dos vidas y dos mujeres y varios hijos con cada una y nunca llegan a conocer del todo el significado de la palabra hogar. Quizá Valbuena sabía que sólo podía ser feliz en Zaragoza y por eso siempre defendía la portería del Albacete con aquella imborrable y eterna expresión de angustia. Quizá no, quizá no era feliz en ninguna parte.

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Hay mucha poesía en la soledad de los porteros porque hay mucha poesía en la soledad; la hay en todas las cosas que son una mierda. No sé cómo se llega a ser portero, pero sé que es la única demarcación estrictamente vocacional de los equipos de fútbol profesionales. Puede que no tan vocacional como tomar una pala y hacerse enterrador en un cementerio cualquiera, pero sí muchísimo más ingrata. La portería: otro de tantos países ingratos en mitad de un mundo ingrato en su totalidad, un país desértico y congelado al mismo tiempo. Hay una foto de Valbuena en los infantiles del Leganés, año 1989, compartiendo formación con Vivar Dorado, Movilla y Víctor (el del Valladolid, el Villarreal, el Cartagena), y ya entonces exhibía ese rictus de angustia, ese ceño fruncido como de estar constantemente mirando al sol de cara, de cargar con el peso de una responsabilidad demasiado grande, de ser el único soldado en el ejército de la República de la Portería, ese país tan ingrato, siempre amenazado, siempre al borde de un bombardeo, nunca apacible.

Valbuena terminó el partido en el Camp Nou con el balón entre las manos y, como nadie se le acercó para pedírselo, se lo llevó a casa después de que todos sus compañeros se lo firmasen. Como recuerdo por haber completado una buena actuación. Tantos años después todavía lo llaman cada vez que Messi bate un nuevo récord goleador para recordarle que él se comió el primero de todos. Parece que lo lleva bien. Algún día espero llamarlo yo y preguntarle por el balón, si lo tiene al lado de la Copa del Rey que no ganó con nosotros como souvenir de un día cualquiera de trabajo ingrato, premiado con recibir un gol para pasar a la historia de la forma más ingrata posible. Algún día espero llamarlo yo y preguntarle: “Raúl, ¿qué era aquello que tanto te angustiaba cuando defendías nuestra portería?”

 

*Artículo publicado originalmente en ¡Aúpa Alba! el 25 de julio de 2018.

Enamorarse

Alberto Sansinena Chamorro (Badajoz, 26/5/1985).

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Un cagarse en todo, un bufido, un lamento, el largo silencio. Y de repente, lo desconocido.

Hoy puedo decir que el descenso a la B, el regreso veintiún años después, no nos dio miedo. No: más bien fue una descarga eléctrica brutal que nos dejó tontos de baba. Lo que volaba sobre el nido del cuco eran puntos robados del Carlos Belmonte. Los niñatos de la generación noventera nacida al fútbol entre los cómodos algodones de Segunda y malcriada con el ascenso obrado por Ferrando no estábamos preparados para una incertidumbre como aquella. Creíamos haberlo visto todo en el fútbol y en la vida; naturalmente, no teníamos más patria que las antípodas de la realidad. Ahora sabemos que no sabíamos ni pizca de nada, pero no se puede vivir la adolescencia sin arrogancia y no se puede abandonarla del todo sin convertirse uno en un coñazo. Crecer también era un descenso de categoría: eso tampoco lo sabíamos.

La ignorancia es muy atrevida. Segunda B fue una buena preparación para lo que el futuro nos reservaba. Una hostia preventiva, el trabajo sucio que no quisieron hacer nuestros padres. Puede que aquel descenso fuese el único desengaño amoroso verdadero que vivimos. Los que llegaron poco después, pajas tristonas en la soledad cobarde de la habitación. La primera regla del club de la vida: jamás te fíes de Segunda B. Supongo que a principio de temporada nos resultaba inevitable leer aquella lista de Montañeros, Coruxos, Marinos, Sanses, Vecindarios y filiales (convertirse en definitiva, en un islote perdido entre las profundidades de la Guía Marca, un esputo de tinta) con la suficiencia de la que sólo el recién llegado de una civilización superior puede hacer gala, pero también resultó ser el camino más rápido a dejarnos los dientes en el bordillo de bronce de la categoría. La ignorancia, que es muy atrevida.

La culpa de todo fue de Tete. Llegué a esa conclusión muchos años después. Tete se llamaba Alberto, era de Badajoz y le decíamos Pitingo por compartir el peinado, el tono aceitunado de la piel e incluso un evidente parecido en los rasgos con el cantante de Ayamonte, que ya por aquel entonces había dejado de estar de moda y sin embargo aún lo estaba un poco más que ahora. Tete, el muy cabrón, apenas pasaba del metro sesenta y Antonio Gómez lo ponía en la banda derecha, región en la que llegaban a él los balones y desde donde partía rumbo a lo desconocido, a la cal del fondo, a las junglas de piernas del balcón del área rival. Aprovechaba su físico de hormiga atómica para colarse entre rendijas, hacerse uno con la bola y corretear hasta llegar a alguna parte o a ninguna; para dar por saco, en definitiva. La culpa de todo fue suya. Nos hizo creer que la rebeldía por la rebeldía era el camino. Mal ejemplo para unos adolescentes que fían demasiadas cosas al fútbol.

De Tete había que enamorarse. Sencillamente no podíamos negarnos a hacerlo; haber padecido, apenas unos meses antes, aberraciones como Frank Songo’o o Javier Ángel Balboa en su misma posición suponía un condicionante demasiado poderoso para una grada con el alma tan requemada como la de aquel Carlos Belmonte. Tete era bueno y nosotros fácilmente impresionables. No es fácil sonreír en mitad del desierto, menos lo es ilusionarse. El anarquismo loco y kamikaze del número 20 hacía de cada una de sus internadas un oasis mínimo, una gotita de agua dulce en nuestras gargantas resecas y quebradizas. Después de todo, quizá la culpa no fuese suya. Él sólo vino a jugar, a cobrar por jugar, y lo hizo bien. Puede que encomendásemos demasiado a su metro sesenta y poco y a su velocidad de niño chico recién merendado.

Tete se fue al Murcia. Se fue a seguir jugando, a seguir cobrando por jugar, pero a una categoría superior. Tete se fue al Murcia después de dos años chocando contra la pared del play-off. Llovieron reproches, improperios despechados por consumar la más alta traición que existe, los platos que se arrojan contra la pared en las películas durante esas discusiones que certifican una ruptura. Tete consiguió lo que se le resistía tomando la A-30 dirección sureste y nosotros conseguimos lo que se nos resistía sin él. Odiamos a Tete durante un instante y un instante después lo olvidamos. Quizá fuimos desagradecidos. Él fue un caballero en su despedida. Éramos demasiado adolescentes todavía para echar nada de menos, demasiado adolescentes para entender cualquier cosa. Luego la vida nos puso en nuestro sitio. Nos dio y nos quitó. Nos bajó de categoría. Nos pasó de moda, como a Pitingo el cantante y a Pitingo el futbolista.

 

*Artículo publicado originalmente en ¡Aúpa Alba! el 15 de julio de 2018.

Tragedia + Tiempo

Neuton Sérgio Piccoli (Erechim, Rio Grande do Sul, Brasil, 14/3/1990).

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Sin duda, hay muchas cosas que se nos pueden reprochar a los aficionados del Albacete, pero no saber reírnos de nosotros mismos definitivamente no es una de ellas. Y eso, tratándose de un colectivo de desgraciados que –salvo algunas excepciones que se cuentan con los dedos de media mano– llevan una década penando mucho más que disfrutando a causa del fútbol, o es un claro síntoma de que sabemos afrontar todo esto con el poco dramatismo que quizá merece o es una prueba irrefutable de que el Carlos Belmonte es un frenopático gigantesco.

La comedia es el resultado de sumar tragedia más tiempo. Lo discutido de su autoría no resta a esta cita un ápice de verdad. En el Albacete Balompié la tragedia ha fluido a cascada limpia, nos ha calado hasta los huesos, y el tiempo, bueno, el tiempo siempre acaba viniendo solo. Si Sartre estaba en lo cierto y el ser humano está condenado a ser libre, el ser humano albacetista parece estar condenado a la comedia. A veces, no lo niego, dan ganas de dejarlo. De dejarlo de verdad, aunque el futuro sólo depare aburrimiento. Pero lo cierto es que nunca lo dejamos. Las demás drogas todavía tienen mucho que aprender del fútbol.

Escribo sobre Neuton Piccoli como podría escribir sobre cualquiera. Sobre Nicolás Crovetto o Fernando Jorge Fajardo. Sobre Trésor Kandol, Guillaume N’Kendo, Esteban Buján, Jeremías Caggiano. El fichaje fallido como una de las Bellas Artes, perfeccionada hasta el paroxismo por la secretaría técnica de un club aparentemente deseoso de entrar en la Historia a cualquier precio. Si no puedes acceder a ella por las puertas de la gloria, hazlo por la gatera del absurdo. Quizá fue simplemente cosa de incapacidad supina de unos y de otros. Eso es lo peor de la tragedia cuando llega de forma tan patética, tan anodina: que las responsabilidades se acaban diluyendo entre la ambigüedad.

Puede que sin sentido del humor el Albacete llevase muerto bastante tiempo, y eso que ha coqueteado con ello muchas más veces de lo que un club suele resistir. Quién sabe, quizá esté ahí nuestra verdadera identidad, esa que llevamos tanto tiempo buscando como un Arca perdida en cuyo interior descansan las certezas que necesitamos: no en la cantera, no en el folclore, por supuesto no en el buen juego. Al fin y al cabo, parece que últimamente el sentido del humor ha caracterizado y ha dado más a esta pobre tierra que las hojas cortantes, la leche cuajada o los hojaldres rellenos de crema. A decir verdad, sólo nos ha hecho ser nombrados un poco más en la televisión pero, como decía Krahe, en esta vida todo es vanidad.

Lo que más me duele al pensar en toda esa marabunta de nombres olvidados, de rostros derretidos como en una pintura negra de Goya, es la duda. La posibilidad remota de que, quizá con un par de partidos, con algún puñado generoso de minutos, alguno de ellos hubiese resultado ser un futbolista aprovechable. Hubo quienes tuvieron esas oportunidades y demostraron que, efectivamente, merecían de todo menos un contrato profesional. Gluscevic, Balboa, Meyong Zé, Álex Pérez. Confieso que siempre he fantaseado con ver jugar a todos aquellos fantasmas que, como Neuton, pasaron por el Albacete Balompié como una mosca que se cuela por la ventana, revolotea por la habitación y se marcha por donde ha venido. Siempre he deseado resolver esas incógnitas. Haber corroborado que sí, que eran tan malos como prometían. Supongo que morirnos con tantas dudas es otra más de nuestras tragedias, pero el tiempo siempre acaba pasando y los esperpentos del pasado se convierten en risas. Al menos nos sirve para que, en comparación, el presente nos parezca un poco mejor. Nos sirve, en definitiva, para no dejarlo. Aunque a veces nos muramos de ganas.

 

*Artículo publicado originalmente en ¡Aúpa Alba! el 4 de julio de 2018.

Abuelo

Francisco Noguerol Freijedo (Cea, Ourense, 9/7/1976).

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Mi abuelo, aunque devoto de Antonio Molina, a quien sigue recordando con los ojos vidriosos cada vez que aparece por esos programas de retales de después de las uvas, no se marchó de su tierra en un barco rumbo a la Argentina, cruzando la mar serena, diciendo adiós a su España preciosa con una copla morena hecha de brisa y de sol. Quizá eso le hubiera gustado más, o disgustado menos, que meter en un petate miserable cuatro camisas y dos pantalones y embutirse en el autobús destartalado que lo llevaría hasta un oasis de casas blancas flanqueadas por los últimos restos de una muralla en mitad de un desierto amarillo (páramo muerto al que Alfonso X dio carta de Villa y carácter Real), arrancándolo para siempre del vientre de Galicia, de la aldea orensana donde nació y cuidó vacas, de la cosmopolita y frívola Vigo que dio forma a sus fábulas adolescentes, de su Celtiña, al que no volvería a ver hasta medio siglo después y de la mano de su nieto, y no en Balaídos, sino en el Carlos Belmonte de Albacete.

Cuando el speaker llega al número dieciséis me giro hacia mi abuelo, le agarro un brazo con una mano mientras con la otra señalo al cielo donde retumba la megafonía, Ése, ése que acaba de nombrar es como tú, del Celta y de un pueblo de Ourense, y el abuelo se echa a reír como sólo puede reír él, como le he visto reír desde que mis recuerdos son manchas de colores en movimiento, Pues cuidado no se vaya a equivocar de portería y le hace un favor al Celtiña, y sus ojos chispean detrás de las gafas enormes. Es el capitán, no puede hacerlo, tranquilo.

Veía y aún veo reflejada en la sombra que proyecta Fran Noguerol al caminar la silueta de mi abuelo. Demasiadas líneas paralelas en sus biografías como para no extrapolar a aquél el amor que siento por éste; no son tantas, pero son las suficientes, y las suficientes ya son demasiadas en asuntos de familia. Admiré inconscientemente a Noguerol durante cada uno de los casi 200 partidos que defendió el escudo que elegí de niño. Quizá por haber nacido a una escasa treintena de kilómetros de la aldea del abuelo, por ser celtarra, por aquella manera de otear el horizonte desde el área con la camiseta remetida que ridículamente traté de imitar, o quizá por aquel gol en Castalia que ni siquiera Enrique Castro ‘Quini’ hubiera sido capaz de mejorar. O porque se me hacía eterno, defensa central sin fin ni principio, viejo de joven y viejo de viejo. O quizá porque no vi jugar nunca al fútbol al abuelo y tenía que imaginármelo con la cara, el cuerpo y la camiseta de otro (¿quién mejor que un orensano dos veces emigrado a tu propio equipo?).

La gran paradoja, y a la vez uno de los hitos más poéticos de la historia de Noguerol con el Albacete Balompié, es que jugó en 2008 su último encuentro salvando a aquel equipo infumable de las garras de la Segunda B y el siguiente partido oficial que disputaría con el murciélago en la pechera sería el primero del club en esa categoría 21 años después. De invitar a Las Palmas a tu fiesta a ser el invitado de un filial en un Coliseum fantasmagórico. Como marchar del planeta evitando una guerra nuclear y a tu regreso encontrar la estatua de la Libertad enterrada hasta la cintura en una playa. Y en lugar de llorar, lamentar y maldecir de rodillas en la arena, cavar y cavar y cavar, dejarse los lomos durante tres años hasta que por fin el cóctel de suerte y magia calva devolvió este club deprimido a Segunda, allí donde Noguerol lo había dejado antes de marcharse por primera vez.

Parece escrita en cada gota de sangre gallega un conxuro metafísico que empuja a poner constantemente tierra por medio, a buscar en otros pagos el alimento y el trabajo, que condena a nombrar los hijos con apellidos forasteros, que sólo hace profetas lejos de los valles verdísimos y los rompeolas de la ría. La maldición agridulce de construir una vida y echar raíces en las antípodas de aquel paisaje, en los llanos infinitos y abrasadores, de ser símbolo en Albacete pero nunca en Vigo, de reencontrarte con el equipo de tu vida después de cincuenta años en el Belmonte y jamás en Balaídos. Un regreso eterno a quién sabe dónde, “queremos curar a fendedura, olvidar a tristura e voltar comezar”.

Quién no daría la vida por sentir la brisa del monte orensano o de la playa de Samil sobre la piel cuando ésta es acuchillada por el calor asesino del sur de Madrid una tarde de agosto. Un equipo desubicado tras dos décadas de profesionalismo cada vez menos profesional. Noguerol tragando saliva en la inmensa planicie del verde caliente. Enfrente un filial con la vida por delante: portería defendida por un mallorquín de nariz aguileña, flanco derecho vigilado por un vallecano de pelo corto. Se enfrentan a un histórico que vuelve al infierno. Que saldrá y se hundirá otra vez. Al que ellos están destinados a sacar de nuevo de ahí años después, con ese mismo central avejentado –ése que ahora los desafía desde el área contraria– dándoles instrucciones desde el banquillo. Se llaman Tomeu y Álvaro. Se llama Francisco Noguerol Freijedo.

 

*Artículo publicado originalmente en ¡Aúpa Alba! el 18 de abril de 2018.

Deja que esto no acabe nunca

Guillermo Roldán Méndez (Córdoba, 23/6/1981).

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Intrascendencia hecha carne. Eso es lo que somos. Unidades de destino en lo inmediato, en lo perecedero. Es cierto: nadie se acordará de nosotros cuando hayamos muerto. Abrazarán de cuando en cuando nuestro legado inmaterial, chistes, frases hechas, y amarán el legado patrimonial. Pero no recordarán aquel pedazo de carne animada que fuimos.

El estadio como campo de concentración de fugitivos. Manicomio de individuos embrutecidos por el peso de las expectativas. Quizá esperamos demasiado de la vida. O quizá hayamos recibido demasiado poco de ella. Qué importa eso si –ya lo lamentaba la canción de Barricada– cualquier intento por lograr salir del ataúd resulta un fracaso. Hay días que necesito ver el resumen del Albacete-Rayo Vallecano de enero de 2010. Necesito creer que es posible cavar un túnel en la tierra que nos aplasta desde abajo, bucear entre raíces podridas y lombrices y sacar la cabeza en el otro lado, donde la carne que nos envuelve sea algo más que un papel condenado a hacerse pelota surcada por arrugas. Un reino donde la intrascendencia sea sólo un conjunto de letras en el diccionario. No es posible cavar ese túnel con una cucharilla de café. Guille Roldán lo hizo con un balón.

Maldito fútbol. Con qué facilidad convences de que de ti se puede esperar lo imposible. Con qué crudeza estampas tu guantazo sobre nuestra mejilla al más leve descuido. Podrías tener algo de piedad con las hordas bárbaras de los graderíos, con la carne de cañón que te juega en las alfombras verdes, en los patatales embarrados. Retirarse a la playa huyendo del sinsentido del universo y que el mar, en lugar de unos labios frescos que te besan los pies, sea un enorme sumidero que devora todo lo que roza. “Hijos del fútbol”, reza el título de un reciente libro, y el fútbol es Saturno clavándonos los dedos gigantes en la espalda y espachurrando nuestras cabezas con sus dientes de titán. El fútbol deglute a sus hijos y los regurgita empapados de baba y bilis. Te tragaste mis ilusiones pero no me tragaste a mí. Aquella noche de enero te tragaste a Guille Roldán con su magia, pero luego sólo lo vomitaste a él. Sin nada más. Un pedazo de carne intrascendente.

Lástima que Carl Sagan lleve tiempo empadronado en el corral de los quietos. Me habría gustado leer su opinión acerca de la importancia de cuarenta y cinco minutos de filigranas en la banda de Preferencia, controles de tacón, pases exquisitos con el exterior y trajes a medida de Tito; de la importancia de tanta maravilla en ese chispazo de tiempo sobre una esquinita perdida en la superficie del punto azul pálido, de esa mota de polvo suspendida en un rayo de sol que llamamos Tierra. “Ninguna. Nunca importó nada. Ni siquiera ganasteis el partido, desgraciados.” Carl se chotea de mi ingenuidad desde su porción de tierra húmeda en el cementerio Lakeview, Ithaca, estado de Nueva York.  Y tú qué, montoncito de polvo y huesos bajo el suelo, quién se acuerda de ti, alaban lo que hiciste, libros, series, palabras, no a ti, tú ya no eres absolutamente nada. No eres. Qué fue Guille Roldán, además de nada. Nos quedó un fogonazo de belleza en el desván de la retina, cuarenta y cinco minutos no para celebrar, sino para lamentar que acabaran. Para preguntarse por qué la vida nos da tan poquito. Un interrogante que ya nadie responderá. Eso fue, eso es, en eso quedará para siempre la sombra de Guille Roldán por la banda de Preferencia.

Cada vez lo necesito menos, pero aún me pide el cuerpo ver el resumen del Albacete-Rayo Vallecano. Aún me pide remover Melilla con Gibraltar hasta encontrar a Guillermo, devolverle el balón con el que se jugó el partido mientras le reprocho su inevitable sumisión a la intrascendencia. Preguntarle por qué dejó que aquellos cuarenta y cinco minutos acabasen: por qué, por qué, por qué tantas cosas que él no puede responder.

 

*Artículo publicado originalmente en ¡Aúpa Alba! el 4 de abril de 2018.

La passió segons Sant Marc

Marc Rovirola Moreno (Cornellà de Terri, Girona, 12/9/1992).

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“Si el Ejército se levanta –bromeó el presidente Casares Quiroga– yo me voy a dormir”. Y si toda la ciudad desfila con gesto adusto y solemne hacia la calle Tejares en busca de un asiento desde donde entregarse cómodamente a la retransmisión de la eliminatoria de la Liga de Campeones, noso-tros hacemos el camino inverso y vamos con pasito firme (izquierda alante derecha atrás), Mayor, Gaona, San Agustín, hasta salir al Altozano y acomodarnos a la verica del kiosco para ver la procesión. Miércoles Santo y dos pecadores en estación de penitencia, admiran-do el discurrir de nuestra imaginería a cuya cabeza marchaba mi Macarena, la del barrio. Purgando las penas de más de un mes sin ver a nuestro equipo ganar en casa, sin Verónica que nos enjugase lágrimas después de que el Rayo Majadahonda profanase el templo en pleno Domingo de Ramos. Y, entre lamento y rechinar de dientes, Andrés me dio un codazo y señaló al frente, a la acera de los jardines. Cuando los destellos de los faroles del Nazareno se esfumaron, conocí el motivo. Allí mismo, asis-tiendo a la escenificación de la Pasión igual que nosotros, se alzaba en su gigantesca pequeñez la figura de Marc Rovirola.

Rovirola, me decía siempre Andrés, es como un perrete. Mirando eternamente abajo, al tren inferior, al milímetro de hueco invisible al ojo humano donde el taco y la hierba no alcanzan a rozarse. Sin poder parar quieto ni un nanosegundo, con la pierna siempre temblo-rosa y a punto para salir de su campo gravita-torio y volar hasta cruzarse en la órbita de un balón destinado a obrar en poder del rival. Desbocado y revolucionado, desprendiendo tan-ta energía que en más de una ocasión podrían haberse apagado las torretas y allí hubiera alumbrado él, luciérnaga defensiva cente-lleando en la oscuridad. Uno no elige cuándo ni de quién enamorarse. La magia no sería magia si no floreciera en lo insospechado. En la hipérbole y el hipérbaton. En un potrillo que sale al Carlos Belmonte sin rienda que lo ate y en trece minutos ha visto dos cartulinas amarillas y su correspondiente guinda roja. Mejor pasarse que no llegar. A la armonía por la senda del exceso y el caos. Perrete incansable pegado al tobillo dentro del rectángulo, chaval cualquiera en la selva de fuera. Espectador de procesión, callado y discreto.

Las cruces invisibles son siempre las más pesadas. Las que quiebran los huesos no de un solo golpe criminal sino arañando, gotas chinas, un sacacorchos imperceptible que no puedes sentir sino cuando ya ha penetrado en lo más profundo. Hay dolores que no son cosa de tres días, viernes, sábado, domingo, para luego regresar a la vida. Tomar una cruz invisible sobre las espaldas, sobre la pelvis, cargar con el peso aplastante de la incertidumbre. Arrodillarse en el huerto y elegir: el sacrificio presente e inmediato o buscar refugio en las huidas que dibuja el futuro. El dolor de hoy o la seguridad de mañana. Marc Rovirola eligió jugar a sabiendas de lo que podía afrontar más tarde. Cuántos pinchazos mudos y sordos, cuánto dolor ciego se ocultaba detrás de cada galopada por las llanuras de la medular, de cada caída kamikaze al suelo en plena batalla por un balón que el rival amenazaba con envenenar. Marc se condenó a sí mismo a cambio de uno de los finales de temporada más imperiales que han visto mis ojos. Fue dejando un poco de su cuerpo, de su salud y de sus fuerzas en Navalcarnero, en La Palma, en el Son Malferit que hoy lo acoge. En Mestalla. En nuestro Belmonte. No sé si te mereció la pena el esfuerzo, el padecimiento, el dolor, Marc. A ti, no lo sé. Para nosotros fue un milagro. El regalo de un chico sencillo que quiso mantenerse firme desafiando a una naturaleza que había de cobrarse el recargo. Porque eras humano, aunque aquella tarde en Valencia nadie lo hubiera asegurado.

La vida ha seguido, aún sigue, sin detenerse en sus ciclos. Marc volvió a los pastos el domingo, bajo los vientos gironines que lo acunaron de niño, y yo, a la vera del kiosco del Altozano, admiraré nuevos episodios de religiosidad primaveral. Te buscaré entre los capirotes y no hallaré tu figura diminuta, la misma que no veré tornarse gigante cuando pose la mirada sobre el césped y algún balón se dirija irremediablemente a las botas del rival, huérfano de tu pierna alada para ser arrebatado. Ahogaré la pérdida amando sin la fuerza suficiente a otros mediocentros, te negaré más de tres veces cuando reluzcan otros jugadores y vivamos tiempos mejores, pero mantendré encendida la vela del Sabbat, recordatorio silencioso de que quedaron cuentas pendientes de ser saldadas. De que no puedo conformarme con que seas Moisés, conduciendo a este pueblo a su Canaán de plata sin llegar a pisarla, sólo mirándola a lo lejos. De que ése no es el final que merecía tanta Pasión.

 

*Artículo publicado originalmente en ¡Aúpa Alba! el 21 de marzo de 2018.

La melancolía del mapache

José Antonio García Rabasco (Orihuela, Alicante, 29/9/1986).

Verza

Coloca el balón diligentemente en el lugar que el colegiado le ha indicado, un punto kilométrico perdido sin hito que lo marque en el tapete yermo del Alcoraz, estepa, tundra embellecida con hilos de cal. Siberia es un óleo primaveral sobre la tabla de Botticelli, Huesca es el mundo real. Levanta la mirada y esos ojos tristes vagan por el horizonte, sin posarse en ninguna parte, sobrevolando las cabezas de los de aquí abajo, las bufandas de los de ahí arriba. Uno, dos, tres pasitos, trote cochinero, y la bota derecha besa el esférico. El amor hace milagros, dibuja parábolas maravillosas en el aire otoñal. Un beso de amor verdadero, de zapatilla enchochada, de balón que despega sin alas para volar, escuadra de portería, portal donde resguardarse de la lluvia y mirarla caer como cae una pelota ante la impotencia de Toni Doblas, donde contemplarse, adorarse durante cinco segundos eternos, a los ojos, a los labios, hacia lo desconocido, hacia lo inevitable, hacia un gol asesino de Echaide en el último minuto.

Mentimos al decir que celebramos todos los goles por igual. Mentimos al afirmar, golpeando el pecho o la mesa, que no hay un hermano preferido, hijo preferido, amigo preferido, abuelo preferido, primo preferido. Mentimos, en general. José Antonio García Rabasco marcó doce goles vistiendo la camiseta del Albacete. Doce goles, doce hijos, doce tribus para crecer y multiplicarse, para manchar los pies con el polvo de los caminos antes de llegar a la Tierra Prometida. El hijo preferido para mí fue el quinto. Concebido y alumbrado en los páramos ultrapirenaicos, fruto del ósculo apasionado de aquella bota y aquel balón, cesárea sobre la barrera azulgrana, incubado y acunado entre los dedos finísimos y blanquecinos de unas redes. Calor, incendios de nieve en la quietud del noviembre altoaragonés. La mata de caracoles de pelo recién cortada, desnuda para abrazar el frío, los brazos elevados al cielo y firmes, mástiles donde ondear dos banderas de esperanza, de empate, de puntito fuera de casa. Banderas arrancadas de un zarpazo. Ilusiones que finalmente no trascienden el espejismo del televisor. Desplomarse sobre el sofá y quedar a la intemperie, abandonado, los labios repitiendo el regusto del beso inútil y el corazón atravesado por dos dagas de hielo.

Si existe una palabra que tenga asociada inexorablemente y con vocación de perpetuidad al nombre de un futbolista, es melancolía. Leo el nombre de Verza y leo melancolía. Veo fotos suyas y veo melancolía. Lo observo jugar, en presente y en pasado, y no puedo sentir nada más que melancolía. Xavi Hernández sacaba la batuta y los vientos y las cuerdas y la percusión, y el en el césped retumbaban sinfonías, arias, cantatas. La exquisitez de lo inalcanzable. José Antonio García Rabasco recibía el balón y con cada toque, conducción y pase hilado por sus botas mi cabeza escuchaba las primeras notas de “Insurrección”, esa guitarra haciendo pucheritos, una melodía henchida de tristeza, de atardeceres y suspiros al abrigo de la brisa, mirando al infinito en la playa, esa misma mirada a la nada de Verza mientras flotaba sobre los campos, mientras tomaba tres pasos de carrerilla en la frontal del área, ojos suplicantes de mapache, ojos antiguos, ojos de una pequeñez insondable, profundísimos. Dos pozos a los que asomarse y preguntar si lo que ocultan es un futbolista o un lamento eterno, o quizá las dos cosas.

Sospecho que Verza guarda en su desván, protegido por una manta gorda y áspera, un retrato que envejece por él. Recuerdo el rostro de Verza reflejando el mismo hastío con apenas veinte años que ahora, inmerso ya en la treintena, cuando caen las primeras hojas anaranjadas de la vida deportiva. Quizá envejeció demasiado de niño y sólo quedó dejar pasar el tiempo. Dejar pasar los días, las semanas, los partidos y las temporadas. Dejar pasar los balones, ser puente entre compañeros. Quizá envejeció de golpe, de un pelotazo seco, una bala perdida en mitad de las huertas de Orihuela. Verza jugó cien partidos de Liga con el Albacete. Cien. Una cifra redonda e impecable para pulir y colorear la melancolía y el claroscuro que subyacen a cada una de esas actuaciones. Ni tan buenas ni tan malas. Ni héroe ni antihéroe. Un hombre, simplemente. Al echar la vista atrás lo recuerdo con cariño. Con los brazos elevados al cielo oscense y el pelo recién cortado y el balón en el fondo de la portería de Doblas. Con esa sonrisa improbable que nunca afloraba, con esa mirada de halcón herido por las flechas de la incertidumbre.

 

*Artículo publicado originalmente en ¡Aúpa Alba! el 7 de marzo de 2018.

Historias de nuestro Alba

La historia del Albacete Balompié

Quinto Penalti

Hablamos tanto de fútbol que a veces nos olvidamos de escucharlo. Espacio de entrevistas y personas.

Cartas del Mundial

Una correspondencia entre Carlos Marañón y Galder Reguera sobre el Mundial, la vida y todo lo demás.

ENTRE BALONES ES

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Agorerismo mesetario

Pesimismo de raíz inmemorial, cáncer de gradas ilusionadas.