Después de conocer Machu Picchu y quedar cautivado por las maravillosas ruinas de la ciudadela inca, el joven argentino Ernesto Guevara de la Serna se preguntaba en las páginas de su diario: “¿Cómo es posible que sienta nostalgia por un mundo que no conocí?” Corría el año 1952 y aquel estudiante de Medicina, galopando en su motocicleta por las entrañas de América, ignoraba lo verdadera-mente importante. A nueve mil kilómetros de allí, una pequeña capital de provincia española sufría y apuraba los últimos meses del más terrible castigo al que se puede someter a un pueblo: privarlo durante una temporada entera de competición liguera, sea en la categoría que sea.
Cada vez que echo la vista atrás (más atrás de los límites de mi memoria), me asalta el rumor de la voz escrita del Che. ¿Cómo es posible que sienta nostalgia por un mundo que no conocí? El fantasma del Queso Mecánico planea amenazador sobre las cabezas de quienes, por imperativo del tiempo y la naturaleza, jamás estuvimos allí, jamás gritamos extasiados un solo gol de Antonio ni fuimos levantados de ningún asiento de las viejas gradas por un cañonazo del uruguayo inmortal, ni sentimos nunca diluirse nuestro aliento en el cántico coral del Belmonte, en esa única voz que clamaba desafiante al cielo que aquí no pasa nada, que tenemos a Conejo. Ahora dime, Ernesto: ¿cómo no va a ser posible sentir nostalgia de un mundo que no conocimos cuando ese mundo se ha transfigurado en mito, en el mito fundante de la modernidad de tu equipo de fútbol y de la ciudad a la que abandera? Quienes sí estuvieron allí cargan también con su parte del peso del mito: ellos, con el defecto comparativo hacia todo lo que vino después; nosotros con la angustia existencial de que, con demasiada probabilidad, lo mejor que vivamos nunca será comparable a lo mejor que vivieron nuestros mayores.
Las cargas son menos pesadas cuando son compartidas. Dijo Escher, el de los dibujos increíbles, que dos habitantes de mundos distintos no pueden andar sobre el mismo suelo, estar sentados o de pie, ya que no conocen las ideas que tienen de lo que es horizontal o vertical, y ciertamente puede que los habitantes de aquel mundo mitificado y los que vagamos por este páramo presente nunca lleguemos a tener concepciones equivalentes de lo horizontal y lo vertical, del fútbol bueno y del fútbol mezquino, de la felicidad y del sufrimiento. Pero Escher se equivocaba. Los mundos, las ciudades, los clubes no son unidades estáticas. Todos somos habitantes de mundos pasados y de mundos presentes. El Albacete del bar Monterrey y el merendero Los Álamos y el Albacete de VIPS y Burger King; el de la bota de vino y el del frapuccino, el del quesico frito y el del tataki de atún. El Albacete de la estación de ladrillo y cristales de colores y el Albacete de Vialia y el AVE. El Albacete de Legorburo y el de los repartidores de Amazon, el de las peleterías familiares y el de El Corte Inglés. El campo del parque y el Carlos Belmonte recién pintado, el Albacete de Coco, el Albacete de Pablo Ibáñez, el Albacete de Álvaro García. El Albacete de Tercera y de Regional, el Albacete de los Banderolos y el de Skyline, el Albacete que casi hizo temblar Europa. Las ciudades y sus hijos viven con nosotros y viven en nosotros, palpitan en nuestro flujo sanguíneo. Todo fluye, nada permanece, ni siquiera nuestra presencia, ni siquiera las piedras y sus cimientos. En comunidad compensamos nuestras carencias, rellenamos nuestros huecos, construimos memoria. No, Escher, estabas equivocado. Dibujar se te daba mejor.
Ahora dime, Ernesto: ¿cómo no sentir nostalgia de algo que no viviste pero que puedes re-producir con los ojos cerrados y el corazón en las manos, a fuerza de tantas historias que leíste, de tantas veces que mil viejos diferentes te las contaron, de tanto escuchar cada dos semanas, en el silencio de nuestras butacas del Carlos Belmonte, los ecos de aquellos goles, de aquellos cánticos, de aquella felicidad y aquella gloria primeriza, salvaje, incomparable?
El 21 de noviembre de 1992, cuatro décadas después de la confesión de aquel argentino a su diario y dos después de que el último ser humano pisara la superficie de la Luna hasta la fecha, Warner lanzó al mercado el segundo sencillo del álbum “Automatic for the people” de la banda R.E.M., titulado “Man on the Moon”. Al día siguiente, en Mestalla, a los 33 minutos del Valencia-Albacete Balompié, Rafael Collado ‘Coco’ era expulsado del partido por roja directa.
Coco nació días antes del lanzamiento del Apolo 11. Probablemente nunca sepamos si el 20 de julio de 1969 Neil Armstrong puso o no un pie sobre la Luna. Pero siempre sabremos que el niño que había nacido días antes sí que voló, al cabo de dos décadas y junto a una generación maravillosa de futbolistas, desde las profundidades hasta un lugar que los suyos jamás creyeron que llegarían a conocer. Lo cantaba Michael Stipe en las radiofórmulas aquel otoño del 92: if you believed there’s nothing up his sleeve, then nothing is cool. Nada nos empujaría a continuar si, en el fondo de nuestro ser, no albergásemos un mínimo rayito de fe en que el fútbol todavía nos reserva un último as bajo su manga, un último día de gloria, un último ascenso a Primera. O, al menos, un último chico de la ciudad que llega al primer equipo y queda grabado para siempre en la memoria de su grada. Un último paisano que convierta en realidad ese sueño que todos los niños de los Albacetes pasados hemos soñado tantas veces, y que seguiremos soñando eternamente.
*Artículo publicado originalmente en ¡Aúpa Alba! el 14 de agosto de 2018.